El pasado día 6 de septiembre se aprobó la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de garantía integral de la libertad sexual, popularmente conocida como la Ley del “sólo sí, es sí”, lo que implica que el próximo día 7 de octubre la misma tendrá plena vigencia y aplicación.
Por Alejandro Barciela Fernández | Abogado.
Mucho se ha escrito al respecto de esta nueva ley y es, en gran medida, lógico, pues la misma ha conseguido algo que la sociedad actual concibe imposible: lograr poner de acuerdo a todo el espectro ideológico. Por desgracia, dicho acuerdo, no tiene por objeto nada positivo o productivo, más bien todo lo contrario, todos se han puesto de acuerdo para, a través de medios de comunicación y redes sociales, intoxicar respecto del verdadero alcance de la nueva regulación en materia de delitos sexuales.
Por eso, al igual que muchos otros operadores jurídicos, me propongo escribir unas líneas tratando de clarificar muchos de los mantras, o consignas, que, equivocadamente, se están promocionando en relación a dicha norma, concretamente, en relación a la nueva regulación de los delitos en materia de libertad e integridad sexual. La reforma opera otras modificaciones que, por exceder de ese ámbito, no voy a tratar.
Vaya por delante que no es el objeto de este artículo hacer un análisis excesivamente técnico, para eso están los Tribunales de Justicia y otros foros, sino explicar a cualquier ciudadano que tenga interés al respecto qué es lo que ha cambiado, en qué términos y qué cosas deberían cambiar, todo ello con el ánimo de que, a partir de conocer la realidad de la norma, cada cual pueda formar una opinión sólida y consistente al respecto de la misma.
El consentimiento en el centro de la conducta delictiva
Una de las presuntas conquistas de esta nueva regulación es la de “poner el consentimiento en el centro de la conducta delictiva”. Esta frase, que a buen seguro cualquier ciudadano suscribiría, da a entender que, hasta la aprobación de esta norma, el consentimiento no era el elemento sobre el que pivotaba la conducta sancionada por los delitos, hasta el próximo día 7 de octubre, de abuso y/o agresión sexual -digo hasta el día 7 de octubre puesto que, como se expondrá, a partir de dicha fecha, no existirá tal distinción-.
Bien pudiera parecer que, hasta la entrada en vigor de esta norma, las conductas sexuales no consentidas por una de las partes no eran sancionadas en nuestro país o que se requería, algo más, para que un acto sexual no consentido fuese delictivo. Nada más lejos de la realidad.
A los efectos de valorar si, efectivamente, la falta de consentimiento era intrascendente o, cuanto menos, insuficiente, para que se cometiese un delito contra la libertad sexual, procede comparar la redacción de la norma que va a entrar en vigor el próximo mes con sus versiones precedentes.
El futuro artículo 178 del Código Penal establecerá que:
“Será castigado con la pena de prisión de uno a cuatro años, como responsable de agresión sexual, el que realice cualquier acto que atente contra la libertad sexual de otra persona sin su consentimiento. Sólo se entenderá que hay consentimiento cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona”
Habida cuenta de que sobre la definición de consentimiento volveré a continuación, procede centrarse en la primera parte del artículo y, efectivamente, el mismo sanciona cualquier acto contra la libertad sexual de otra persona que se produzca sin su consentimiento. Sin embargo, ¿cuál era la redacción anterior?
El artículo 181 del Código Penal -vigente desde el año 2010- anterior a esta reforma exponía:
“El que, sin violencia o intimidación y sin que medie consentimiento, realizare actos que atenten contra la libertad o indemnidad sexual de otra persona, será castigado, como responsable de abuso sexual, con la pena de prisión de uno a tres años o multa de dieciocho a veinticuatro meses”
Evidentemente, el artículo 178, relativo a la agresión sexual también sancionaba la falta de consentimiento.
Pero vayamos más allá, que decía el Código Penal en su inicial redacción, en el año 1995:
“El que, sin violencia o intimidación y sin que medie consentimiento, realizare actos que atenten contra la libertad sexual de otra persona, será castigado como culpable de abuso sexual con la pena de multa de doce a veinticuatro meses”
Podría seguir remontándome hacia atrás ya que, al igual que en la actualidad, el Código Penal de 1973 y anteriores ya sancionaban los actos sexuales no consentidos.
Por tanto, es rigurosamente falso intentar dar a entender que los actos sexuales no consentidos no estaban penados o que sólo estaban penados si existía violencia o intimidación. Dicho lo cual, la nueva definición de consentimiento nos lleva al siguiente mantra que hay que desmontar.
Con la nueva ley se invierte la carga de la prueba y la presunción de inocencia (del hombre)
Señalo específicamente del hombre puesto que las personas que optan por este discurso nunca se plantean que su razonamiento sería de obligada aplicación para el caso de que la autora del delito fuese una mujer lo cual, por desgracia, también sucede, aunque comparativamente sea prácticamente un dato residual a los delitos sexuales cometidos por varones.
Y no, ni la nueva ley, ni -como se suele decir, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid-, la Ley Orgánica de Violencia de Género, plasman una inversión de la carga de la prueba ni una vulneración de la presunción de inocencia del presunto autor de los hechos.
Todo proceso penal -sea por un delito contra la libertad sexual o por cualquier otro- tiene como uno de sus principios básicos -si no el más básico- la presunción de inocencia del acusado. Esta presunción es un avance secular y un pilar de cualquier Estado que se considere de Derecho, e implica que, para condenar a alguien por la comisión de un delito es rigurosamente necesario que, quién lo acuse, acredite, mediante pruebas validas y suficientes, que la conducta delictiva efectivamente se produjo. En las películas americanas se suele hablar de “más allá de toda duda razonable” y no es una expresión desencaminada, más aún tras el dictado de una reciente sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo -Ponente el Ilmo. Magistrado Javier Hernández- que, si tengo ocasión, trataré de analizar.
Partiendo de esta realidad secular, la nueva norma ni establece que el denunciado tenga que probar la inexistencia de los hechos ni, mucho menos, se presume la culpabilidad de quién es denunciado. Como ha sucedido hasta el día de hoy y, esperemos, siga sucediendo, habrá de ser la víctima quien acredite la comisión del delito y este, precisamente, es el aspecto de problemático de todos los delitos de esta índole: la prueba.
Y no, tranquilidad, tampoco nadie va a tener que financiar a notarios o abogados porque,
No es necesario un contrato para mantener relaciones sexuales
Suena ciertamente obsceno hasta planteárselo, pero, la realidad, es que fue otro de los mantras más repetidos durante la tramitación y aprobación de esta norma.
Este planteamiento, al margen de barbaridades, gracietas y comentarios destinados a la intoxicación de la opinión pública, tiene su origen en la redacción que se pretendía dar al delito durante su fase de tramitación parlamentaria.
Antes de aprobar cualquier reforma legislativa, el Congreso y el Senado, tienen la labor -a través de los expertos correspondientes- de redactar propuestas de redacción de las normas que son sometidas a enmiendas, control, modificación, … En uno de los anteproyectos de la norma finalmente aprobada, se proponía la siguiente definición de consentimiento:
“Se entenderá que no existe consentimiento cuando la víctima no haya manifestado libremente por actos exteriores, concluyentes e inequívocos conforme a las circunstancias concurrentes, su voluntad expresa de participar en el acto”
Sin embargo, la redacción final, como se ha apuntado con anterioridad, lo define de la siguiente forma:
“Sólo se entenderá que hay consentimiento cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona”
Se eliminan las expresiones “actos exteriores, concluyentes e inequívocos” y se elimina porque, como todo el mundo sabe, puede existir un consentimiento en el acto sexual no expresado de manera verbal pero existente dadas las circunstancias, si bien este tipo de supuestos pueden dar lugar a situaciones más problemáticas de lo que pudiera pensarse.
En todo caso, es obvio que un consentimiento no exteriorizado expresamente, pero sí inequívocamente, es suficiente para mantener relaciones sexuales dentro de la legalidad.
La pregunta es,
Entonces, ¿qué cambia con la nueva regulación?
El cambio nuclear que plantea la reforma es algo a lo que he ido haciendo alusión a lo largo del artículo: la distinción entre abuso y agresión sexual.
Explicado de manera muy somera, hasta la entrada en vigor de esta norma, los delitos contra la libertad sexual se dividían en dos grandes tipos: a) la agresión sexual, cuando el acto no consentido se cometía empleando violencia y/o intimidación; y, b) el abuso sexual, cuando el acto no consentido se cometía sin emplear violencia y/o intimidación. A partir de ahí las penas de cada uno de estos delitos eran mayores o menores dependiendo de si había acceso carnal -penetración de cualquier índole-, la existencia de circunstancias agravantes, etc.
Sin embargo, con la nueva legislación, desaparece el concepto de abuso sexual, pasando a tener consideración todos los actos sexuales no consentidos, independientemente de que medie violencia y/o intimidación, de agresión sexual. Este cambio, de indudable vinculación a la repulsa social generalizada causada por el caso de “La Manada” –“no es abuso, es violación”-, tiene, a mi juicio, el principal problema de que cobija bajo el mismo paraguas hechos que, en una opinión meramente personal, siendo absolutamente despreciables, no pueden tener la misma consideración, al margen de la pena que se pueda imponer a cada uno de ellos.
De la misma forma que me parecía aberrante que, con la legislación previa a esta reforma, el uso de mecanismos de sumisión química tuviese la consideración de abuso sexual, y no de agresión -reitero, con independencia de la pena que pudiera imponerse-, tampoco parece acertado denominar de la misma forma a una agresión violenta que a un tocamiento no consentido.
A nivel de pena, la norma, a grandes rasgos, establece que las agresiones sexuales sin acceso carnal tendrán una pena de 1 a 4 años de cárcel y 4 a 12 años, en caso de que sí se produzca acceso carnal y, a su vez, se incluye la posibilidad de que el órgano que enjuicie los hechos imponga una pena de multa, siempre que no concurran circunstancias agravantes, “atendiendo a la menor entidad del hecho y a las circunstancias personales del culpable”. Esta “vía de escape”, parece la salida que el legislador da a los jueces para evitar penas exacerbadas en relación a hechos que, a pesar de tener la consideración de agresión sexual, sean de menor entidad. Particularmente, estos márgenes de discrecionalidad en favor de los órganos judiciales, tan poco tasados no me gustan.
En todo caso, comparativamente con la legislación anterior, las penas pueden llegar a ser, en algunos casos, sensiblemente inferiores y, en todo caso, existe, a mi juicio, un problema que puede suponer un aumento de la violencia en el ámbito de este tipo de delincuencia. Me explico. Con la regulación antigua, el potencial criminal se enfrentaba al hecho de que, si para doblegar el consentimiento de la víctima, empleaba actos violentos o intimidatorios -pongamos como ejemplo el uso de un arma blanca- sin mediar acceso carnal, se podía llegar a enfrentar una pena de prisión de hasta 5 años; en cambio, si lo hacía sin emplear esos mecanismos violentos -y por tanto con menos riesgo para la integridad física de la víctima- la pena máxima era de 3 años de cárcel.
Con la regulación actual, en ese supuesto de hecho, objetivamente, tendría una pena máxima inferior en el caso de mediar violencia y/o intimidación y una pena máxima superior en el caso de no mediar dicho mecanismo. Esta circunstancia puede provocar la proliferación de la agresión violenta pues es un mecanismo más “garante” del éxito del propósito criminal y “sale más barato” que con la regulación anterior.
El siguiente cuadro puede que sea bastante descriptivo:
Sorprendentemente, los supuestos que más se agravan con la nueva norma son los antiguos abusos sexuales agravados. Es decir, supuestos en los que no existía violencia y/o intimidación.
En el caso de las agresiones con acceso carnal:
El problema reside en que en los supuestos más graves -agresiones sexuales con acceso carnal- la pena mínima que se podía imponer con la legislación antigua eran 6 y 12 años -dependiendo de la existencia, o no, de circunstancias agravantes-, mientras que, con la actual, es de 4 y 7 años respectivamente. Por esto hay quien dice, no con poca razón, que los supuestos más graves pudieran llegar a tener una pena menor que con la legislación previa, no porque la pena máxima sea inferior, sino porque la pena mínima a imponer es, ciertamente, más baja.
Expuesto lo anterior, para mí, los problemas principales en este tipo de delitos son,
La prueba en el juicio y la revictimización secundaria de la víctima
Como he tratado de narrar en estas líneas, el problema principal en este tipo de situaciones seguirá la prueba del hecho delictivo, que seguirá correspondiendo a la víctima, con la dificultad propia e inherente de este tipo de delitos: el ámbito íntimo en el que se suelen cometer. Son delitos en los que no suele haber testigos ni otros medios de prueba del hecho más allá de la palabra de la propia víctima.
Esta norma se jacta de dar también respuesta a otra de las demandas sociales derivadas del caso de “La Manada”, la credibilidad de la víctima en el proceso -el “hermana, yo si te creo”-. Sin embargo, la norma, nada resuelve a este respecto.
Por suerte, la mera declaración de la víctima puede ser suficiente para conseguir acreditar el hecho delictivo si bien, esa declaración debe presentar una serie de notas características que se suelen resumir en tres -hay jurisprudencia que habla hasta de diez-. Por un lado, lo que se llama “persistencia en la incriminación”, es decir, que lo que se diga al momento de denunciar y a lo largo del procedimiento y, sobre todo, el día del juicio -que es cuando se decide si el hecho está probado, o no- sea, en lo sustancial, idéntico; por otro lado, se requiere también de lo que se llama “ausencia de ánimo espurio”, o lo que es lo mismo, la inexistencia de razones de peso, probadas y acreditadas, para que quién acusa, esté mintiendo; y, finalmente, la existencia de “corroboraciones periféricas”, o lo que es lo mismo, otros elementos de prueba que, sin por sí mismos, poder acreditar la comisión de la agresión, si doten de mayor coherencia y refuercen la versión de la víctima siendo el clásico ejemplo un parte de lesiones que acredite la existencia de las mismas.
Por otro lado, tampoco se da solución a lo que se conoce como revictimización secundaria o, lo que es lo mismo, el trance que padece la víctima de tener que revivir un hecho tan traumático en sucesivas intervenciones, desde la declaración policial, hasta el juicio. Hay que comprender que, a pesar de que un proceso penal es generalmente largo y prolongado en el tiempo, no es hasta el juicio donde se decide si el hecho objeto de acusación está probado, o no. Todo lo que sucede con anterioridad son averiguaciones o, indagaciones que permiten a un juez -distinto al que enjuicia- concluir que el hecho denunciado se encuentra razonablemente acreditado como para llegar a ser enjuiciado. Con ello quiero decir que, lo determinante para la culpabilidad es lo que pase en el juicio, todo lo previo es una preparación de dicho acto procesal.
Entre las averiguaciones previas al juicio está, como no puede ser de otra forma, la declaración de la víctima la cual, en caso de llegar a juicio, tendrá que volver a declarar en el mismo y, ahí sí, es donde su declaración podrá ser suficiente, con los condicionantes previamente expuestos, para determinar la culpabilidad del acusado.
Como se ha expuesto, este proceso implica que la víctima reviva una y otra vez la agresión, lo cual, como es comprensible, es un padecimiento que convierte, si cabe, en más inhumana la situación. A día de hoy, no existe una solución legal al respecto, pero bien podría haberse planteado en esta reforma, como se ha hecho, por ejemplo, en el ámbito de los menores de edad, la declaración de la víctima al inicio del procedimiento como “prueba preconstituida”.
Prueba preconstituida es la que se celebra con anterioridad al juicio, normalmente, porque existe el riesgo de que el medio de prueba no pueda llegar a practicarse el día del juicio. Imaginemos que comienza la investigación y uno de los testigos del hecho padece una enfermedad terminal que, a buen seguro, impedirá su declaración en el futuro juicio. En ese caso, lo que se hace es tomarle declaración, como prueba preconstituida, declarando en el Juzgado delante de juez y partes tal y como declararía el día del juicio. Posteriormente, dicha declaración tiene acceso al juicio mediante su reproducción el día del juicio, permitiendo, así, al órgano que enjuicie, tomarla en consideración para decidir respecto de la comisión del hecho enjuiciado.
Reconozco que no es una solución poco problemática sobre todo desde el punto de vista de los medios materiales, disponibilidad de los órganos judiciales y, siendo honestos, desde la perspectiva de la defensa del investigado, pero desde luego evitaría que la víctima tuviera que estar reviviendo el trauma durante el lapso que dure el proceso judicial.
En definitiva, a mi juicio, la nueva norma, si puede ser calificada de alguna forma es como intrascendente en cuanto a los propósitos que dice tener y, por lo demás, al margen de concretos aspectos que si me parecen positivos, creo sinceramente que es una regulación que, a la larga, va a generar más problemas que beneficios -en gran parte por cómo se ha publicitado- y que supone una oportunidad perdida para ahondar en la resolución de problemas nucleares en la tramitación de este tipo de delitos.
Una idea sobre “«Sólo sí es sí», ¿qué ha cambiado?”