Por Eduard Ariza, doctorando en Derecho Internacional Público por la Universidad de Barcelona.
Mucho menos conocida y peor regulada que la corrupción en el sector público, varias modalidades de corrupción entre particulares se recogen en nuestro Código Penal. El deporte es uno de sus ámbitos. Con este delito en mente se dirigen las investigaciones de los pagos del Fútbol Club Barcelona al señor Negreira. En cuanto al tito Berni, ex diputado socialista, presunto conseguidor de contratos públicos y licencias, el suyo es un caso prototipo de corrupción pública.
Los delitos de corrupción pública castigan a los funcionarios o políticos que usen torticeramente el poder que les ha sido conferido, pidan o acepten sobornos, así como a las personas ajenas a la administración que se los ofrecen, además de, por supuesto, el gasto de dinero público sin respeto hacia las exigencias legales. En pocas palabras, buscan la prevención de conductas que alteran el imparcial funcionamiento de Administración.
Para que se dé un delito de corrupción en el sector público, no es necesario causar un perjuicio patrimonial a la Administración, ni siquiera sobornar a un cargo público para que haga algo ilegal. Imaginemos que una empresa concursa para gestionar el servicio de limpieza de un ayuntamiento y su oferta es objetivamente mucho mejor que la de sus competidores. Pero, por aquello de asegurarse, el director general de la empresa regala al alcalde un reloj Omega de 20.000 euros, pidiéndole: «No te olvides de mí en el contrato».
En realidad, la obligación de una Administración Pública es dar sus contratos a la empresa que hace la mejor oferta en términos de calidad y gasto. Por tanto, el alcalde de nuestro ejemplo debería haber entregado a esa empresa el contrato, aún sin soborno. Por eso ese delito, sobornar a un empleado público para que haga algo que por la naturaleza de su cargo debería hacer, se denomina cohecho impropio.
Si la empresa se hubiese llevado el contrato por hacer el soborno, pero su oferta no era la mejor, entonces estaríamos ante más delitos: un cohecho (propio) y una prevaricación administrativa, es decir, dictar una resolución a sabiendas de que es ilegal, además de malversación de caudales públicos. En este caso, una malversación con daño patrimonial para la Administración, hemos pagado por una oferta que no era la mejor.
Sin embargo, si nuestro ayuntamiento imaginario hubiese fraccionado el contrato en varios que por su menor cuantía podría asignar a dedo, también habría malversación. Incluso aunque el ayuntamiento se hubiera beneficiado de los mejores servicios de limpieza disponibles en el mercado, el gasto de dinero público al margen de los procedimientos establecidos es malversación en sí mismo. De ahí que, dicho sea de paso, la estrategia de defensa de Laura Borràs resulte muy débil…
¿Dónde meteríamos a tito Berni? Pues si se confirma su culpabilidad, Juan Bernardo Fuentes, habría que distinguir dos situaciones. Si cuando ocupaba una dirección general de ganadería en el Gobierno de Canarias entregó contratos a cambio de pagos o fiestas, sería autor de delitos de cohecho, malversación y posiblemente prevaricación. Sin embargo, su rol de conseguidor lo convierte en un traficante de influencias.
El delito de tráfico de influencias (art. 428 CP) lo comete quien, a cambio de cualquier medio de pago, se ofrece a influir sobre un funcionario o político para que este haga algo que beneficie al particular, como concederle una licencia, un contrato, una subvención etc. La naturaleza de esta influencia admite formas muy diversas: soborno, como ofrecerse a parte del pago que el conseguidor recibe; aprovechar la condición de superior jerárquico del funcionario o político influenciado, o, sencillamente sirviéndose de su amistad. En todos estos casos, el conseguidor se convertirá, además de en autor de un delito de tráfico de influencias, en inductor de todos los delitos que haga cometer al cargo público influido: prevaricación, malversación… Un inductor tiene la misma pena que el autor del delito. Si la influencia fue un soborno, también responderá de un delito de cohecho.
Por definición, los traficantes de influencias no pueden operar solos, necesitan al menos a un funcionario o político competente al que influir. No obstante, cuando actúan durante mucho tiempo, suelen implicar a muchas más personas, a una red. Quizás por eso el PSOE se incomode tanto ante la posibilidad de la investigación judicial o el propio Bernardo Fuentes tiren de la manta.
La intuición nos llevaría a pensar que el presunto delito de Negreira, cobrar para influir en los árbitros, se calificaría también como un delito de tráfico de influencias. Sin embargo, esta figura no existe en el ámbito privado. Como ya hemos dado a entender, la corrupción privada se regula con mucho menos detalle que la pública.
A grandes rasgos, si el corazón de la corrupción pública es proteger la integridad de las Administraciones Públicas, la corrupción privada pretende proteger el buen funcionamiento del mercado, frente a prácticas de competencia desleal. En concreto, se castiga a quien soborne a un directivo o cargo con poder decisorio en una empresa para que, de manera arbitraria, beneficie a alguien en una operación mercantil, respecto otros operadores del mercado. Igualmente, este delito sanciona al directivo o cargo de la empresa que acepta el soborno.
Desde la perspectiva del directivo untado ¿en qué se distingue este delito de la administración desleal? Pues bien, la administración desleal exigiría que el directivo de la empresa causara daño deliberadamente al capital de la empresa que administra. Aquí, al favorecer a un cliente que le soborna respecto a otros, por ejemplo dando prioridad a sus pedidos en el tiempo, o cobrándoselos más baratos, a costa de cobrárselos a los demás más caros, la empresa puede no padecer perjuicios económicos.
En su apartado 4º el art. 286 bis castiga:
“a los directivos, administradores, empleados o colaboradores de una entidad deportiva […] así como a los deportistas, árbitros o jueces [de competición] respecto de aquellas conductas que tengan por finalidad predeterminar o alterar de manera deliberada y fraudulenta el resultado de la prueba, encuentro o competición deportiva de especial relevancia económica y deportiva.”
Evidentemente, la Liga española de primera división reúne los requisitos de competición de relevancia económica y deportiva. La opinión general de los juristas es que este criterio se cumple en cuanto entramos en la esfera del deporte profesional.
Ahora bien, aquí empiezan los problemas. Negreira no era el árbitro de las competiciones deportivas, sino alguien que empleó su posición jerárquica para influir en diversos árbitros, un traficante de influencias. En consecuencia, condenarle a él o al Barça por la vía del art. 286 bis resultará difícil.
Para condenar a Negreira como inductor de un delito de corrupción deportiva, es decir, como alguien que indujo a los árbitros a favorecer al Barça, habría que probar qué árbitros fueron concretamente coaccionados y/o convencidos, en qué partidos concretos y en qué conductas activas u omisivas del árbitro se tradujo la influencia de su jefe. ¿Difícil? Casi imposible, diría yo.
A diferencia de lo que ocurre con el cohecho público, donde el simple ofrecimiento o petición de soborno ya es un delito, en la corrupción deportiva, el soborno a un árbitro si este no llega a servirse de su posición, al menos intentar alterar el resultado de la competición es atípico, o sea, queda impune.
Por si eso no bastaba, en nuestro derecho es impune la condena del inductor del inductor, que en este caso serían en Barça y sus directivos. No obstante, esto podría salvarse considerando a Negreira y al Barça como “co inductores” sobre los árbitros presionados.
Otra posibilidad es que los tribunales interpreten el término árbitro en un sentido amplio. Si bien el art. 286.4 bis parece hacer referencia a los árbitros que están sobre el césped, se podría entender por “árbitro” a cualquier que forme parte de la estructura organizativa del colectivo.
Existen algunos precedentes en este sentido, por ejemplo, el Tribunal Supremo ha avalado la condena de un concejal electo por aceptar sobornos. La línea de defensa en aquel caso fue que como aún no era “cargo público” porque no había llegado a tomar posesión no podía considerarse un delito de corrupción pública. El Alto Tribunal dio por bueno abrir la categoría de cargos públicos a cargos electos. No obstante, este proceder siempre plantea dudas y riesgos por llevar al límite el principio de taxatividad o de respeto a la letra de ley penal en todo lo que perjudique al reo.
Adicionalmente, la corrupción pública contempla una modalidad de cohecho consistente en ofrecer regalos de gran valor a un político o funcionario “en consideración a su cargo o función” (art. 424.1 CP) sin pedirle nada en concreto. Por descontado, se penaliza también su aceptación por dicho cargo público (art. 422 CP). Los alemanes lo llaman “Klimadelikte” o delito de clima. Aunque no se pida nada en concreto, esto de ir haciendo regalos caros a las autoridades y empleados públicos supone un riesgo, en tanto que los predispone a dar a tan generoso ciudadano un trato de favor.
Tampoco disponemos de un delito de clima para la corrupción privada que en un ámbito como el deportivo facilitaría y no poco la condena de conductas peligrosamente huérfanas de toda ética. Esta carencia de nuestra legislación criminal, sumada a la ausencia de un delito de tráfico de influencias entre particulares, dificulta, por no decir, imposibilita la persecución penal de conductas como las que envuelven el caso Negreira.