Publicado por Eloy Ballester Meseguer.
El proceso de integración europea iniciado tras la Segunda Guerra Mundial ha dado lugar a lo que hoy conocemos como Unión Europea, un organismo intergubernamental y supranacional al que, para alcanzar los objetivos –en origen, económicos, pero que paulatinamente se han ido extendiendo a otros ámbitos políticos– comunes, los Estados miembros atribuyen una serie de competencias.
Entre estos poderes se encuentra el establecimiento de las normas sobre competencia necesarias para el funcionamiento del mercado interior [artículo 3.b) del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea], pero no el relativo a la política fiscal, que sigue siendo competencia exclusiva de los Estados miembros.
Esto es, en el seno de la Unión Europea cada país goza de plena libertad para estructurar su sistema impositivo de la manera que estime conveniente, recurriendo incluso a los llamados «tax rulings». Sin embargo, esta libertad para determinar la tributación interna puede chocar, en muchas ocasiones, con la libre competencia en el mercado único: las empresas que producen y/u operan en Estados miembros con una fiscalidad menor que la de otros pueden ofrecer unos precios en el mercado interior mucho más competitivos que los de las empresas que no, sin que ello implique necesariamente una ventaja competitiva propia (no es que a la empresa se le dé mejor hacer lo que hace, sino que sus costes son menores). Es por ello que la Comisión Europea persigue, en algunos casos, estos tax rulings.
¿Qué es un «tax ruling»?
Los tax rulings no son otra cosa que acuerdos fiscales ad hoc que los Estados cierran con determinadas sociedades –normalmente, empresas multinacionales– para que éstas, a cambio de una fiscalidad ventajosa, fijen sus sedes europeas en sus países. Es, dicho de otra forma, una estrategia más dentro de las dinámicas de dumping fiscal internacional: a los Estados les interesa que las empresas importantes –que se erigen como piezas clave para la buena marcha económica de los países, ya que son creadoras de empleo y funcionan como activadoras de sus economías– se establezcan en su territorio, por lo que están dispuestos a aceptar de ellas una tributación más baja –u otras ventajas fiscales– de la que aceptarían de otras empresas más pequeñas, que si bien son importantes para la economía, no lo son tanto como aquéllas. (En la lucha contra los demás países por la consecución de estos establecimientos, los Estados que recurren a los tax rulings piensan «más vale poco, que nada».)
Los tax rulings tienen cabida en el ordenamiento comunitario, puesto que los Estados gozan de autonomía fiscal, pero desde 2013 han sido perseguidos –algunos de ellos– por la Comisión. Esta persecución se fundamenta (al margen de otros motivos que seguramente estoy pasando por alto), de forma directa, en que la concesión discrecional de estas ventajas fiscales pueden alterar la libre competencia en el mercado único e, indirectamente, en la búsqueda de una mayor transparencia fiscal en la Unión Europea y –sin recurrir a técnicas de armonización fiscal– que los beneficios tributen en los países donde realmente se generan, minimizando la erosión de las bases imponibles del impuesto sobre sociedades.
Son relevantes, en este sentido, dos Decisiones emitidas por la Comisión en 2015:
- La Decisión (UE) 2017/502, de 21 de octubre de 2015, relativa a la ayuda estatal SA.38374 (2014/C ex 2014/NN) aplicada por los Países Bajos en favor de Starbucks;
- y la Decisión (UE) 2016/2326, de 21 de octubre de 2015, relativa a la ayuda estatal SA.38375 (2014/C ex 2014/NN) ejecutada por Luxemburgo en favor de Fiat.
En ambas Decisiones se pone en tela de juicio la validez de unos acuerdos fiscales alcanzados entre los Países Bajos y Starbucks, por un lado, y Luxemburgo y Fiat, por otro. Estos tax rulings consentían que las empresas aplicaran métodos artificiales y complejos para determinar sus propios beneficios gravables, esto es, se les permitía determinar sus propios precios de transferencia –que no son otra cosa que los precios de venta de bienes y servicios que se emplean en las transacciones entre las empresas de un mismo grupo–. Según la Comisión, al permitírseles esto, como no podía ser de otra forma, las multinacionales declaraban unos precios de transferencia que no se correspondían con los precios de mercado –es decir, los que tendría que haber pagado por los mismos bienes y servicios una persona que no perteneciera al mismo grupo empresarial–, trasladando así parte de sus beneficios a otros países con una tributación mucho más ventajosa.
Este tipo de acuerdos es contrario a las normas comunitarias sobre ayudas estatales. El artículo 107.1 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea establece que son ayudas ilegales de Estado aquellas «otorgadas por los Estados miembros o mediante fondos estatales, bajo cualquier forma, que falseen o amenacen falsear la competencia, favoreciendo a determinadas empresas o producciones». Es decir, las resoluciones fiscales no pueden respaldar métodos que permitan a las empresas falsear sus beneficios y trasladarlos a otros territorios, con el fin de reducir sus obligaciones fiscales, puesto que de esta forma se le estaría concediendo a estas empresas una ventaja competitiva injusta con respecto al resto de empresas –normalmente pymes–, que tendrán que tributar en función de sus beneficios reales porque no tienen acceso a estos acuerdos.
Al ser llevados estos asuntos ante la Justicia europea, no obstante, el Tribunal General de la Unión Europea declaró que sólo Luxemburgo (asuntos T-755/15 y T-759/15) debía recuperar los impuestos dejados de pagar por Fiat desde 2012 –entre 20 y 30 millones de euros, siendo las autoridades fiscales luxemburguesas las que tenían que determinar el importe exacto–, mientras que los Países Bajos (asuntos T-760/15 y T-636/16) no debía recuperar ningún importe de Starbucks. Pero no porque el tax ruling que permitía a esta empresa establecer sus propios precios de transferencia fuera respetuoso con el principio europeo de libre competencia, sino porque –según el Tribunal– la Comisión no consiguió justificar suficientemente por qué la resolución de los Países Bajos suponía la concesión selectiva –y, por tanto, ilegal– de una ayuda de Estado a Starbucks.
Lo mismo ha ocurrido en el caso del acuerdo fiscal alcanzado entre Apple e Irlanda (Estado que, por cierto, apoyó a Luxemburgo y a los Países Bajos en ambos procedimientos).
Irlanda y Apple vs. la Comisión Europea
Desde el punto de vista empresarial, hay dos cosas que se le dan muy bien a Apple: el marketing y la planificación fiscal. Gracias a la primera de sus fortalezas, ha conseguido vender en torno a 40 millones de iPhones, con los ingresos que ello conlleva. La segunda de sus virtudes le ha permitido reducir enormemente sus costes. Este cóctel, en el que se agitan pero no revuelven las actuaciones que bailan a un lado y a otro de la línea de lo ético, da lugar a una optimización de sus beneficios, hasta el punto de situarla como una de las empresas más grandes del mundo –cuando no la primera–.
Pues bien, yo, que soy usuario de iPhone (seguramente soy víctima de sus estrategias de marketing), no puedo evitar ver con malos ojos que dedique tantos esfuerzos a pagar menos impuestos de los que le correspondería, y, sobre todo, en territorios en los que no se producen los hechos imponibles. (Sé perfectamente que es lícito tratar de buscar el máximo beneficio fiscal –siempre dentro de la legalidad, por supuesto–, y que es legítimo querer hacerlo, porque nadie quiere pagar más de lo que le corresponde. Pero también sé que existe –y creo que hay que defender– en las sociedades democráticas un principio básico, el principio de capacidad económica –que nuestra Constitución promulga en su artículo 31.1, y nuestra Ley General Tributaria, en su artículo 3–, por virtud del cual cada cual debe estar obligado a tributar en función de su capacidad contributiva, esto es, en definitiva, el que más tiene –o más genera, o muestra mayor capacidad económica– debe tributar más que el que tiene menos –no necesariamente de forma progresiva, pero sí más en términos absolutos–. Y no puedo dejar de ver una injusticia en que las grandes compañías, como es Apple, consigan tributar menos que las empresas más pequeñas. Y eso aun siendo usuario de iPhone. Que levante la mano quien no sea preso de sus propias contradicciones.)
Entre otras técnicas a las que seguramente Apple –y no sólo Apple, sino también otras grandes empresas– recurre para minimizar sus obligaciones tributarias se encuentra la llamada «estructura double irish», que trata de erosionar los beneficios obtenidos por una empresa para pagar un menor impuesto sobre sociedades. Como norma general, la legislación irlandesa establece que las empresas constituidas conforme a la misma o que estén gestionadas y controladas de forma centralizada desde Irlanda –o ambas simultáneamente– se consideran residentes fiscales en Irlanda y, por ende, sujetas al impuesto sobre sociedades irlandés –cuyo tipo es del 12,5%– por sus beneficios mundiales. No obstante, hasta que fue modificada por las Leyes de presupuestos de 2013 y 2014, la Ley de consolidación fiscal de 1997 establecía dos excepciones a esta norma general, que permitían que una empresa constituida en Irlanda fuera considerada no residente a efectos fiscales siempre que:
- estuviera controlada por otra residente en un Estado miembro de la Unión Europea o en un Estado con el que se haya firmado un Convenio para evitar la Doble Imposición (CDI);
- o estuviera relacionada con una compañía cuya clase principal de acciones cotice en un Estado miembro de la Unión Europea o en un Estado con el que se haya firmado un CDI.
Así pues, una sociedad que tenga como matriz a una entidad residente en un país con CDI –como es el caso de Estados Unidos con la Unión Europea– no será «residente a efectos fiscales» en Irlanda y, por tanto, tributará sólo por los beneficios irlandeses. Y esta fue la estrategia societaria que decidió seguir la compañía de la manzanita cuando creó dos empresas, Apple Operations Europe (AOE) y Apple Sales International (ASI), para que fueran licenciatarias sin coste alguno de los derechos de propiedad industrial e intelectual de Apple para fabricar y vender sus productos en Europa. Estas dos sociedades, aunque están inscritas en Irlanda, son dependientes de la estadounidense Apple Inc., por lo que no tienen la consideración de residente fiscal irlandesa. Además, dado que su sede fiscal está en Irlanda, tampoco tienen la consideración de residentes fiscales en Estados Unidos. Por lo tanto, AOE y ASI se han logrado consagrar como una suerte de apátridas fiscales, que no tienen la consideración de residentes fiscales en ningún Estado.
Pero no acaba aquí la ingeniería fiscal de Apple. Gracias a su importancia, ha logrado alcanzar con Irlanda dos tax rulings, uno en 1991 y otro en 2007, a favor de AOE y ASI –no respectivamente–, mediante los cuales se refrendan los métodos empleados por Apple para atribuir los beneficios a sus sucursales irlandesas y lograr pagar un menor impuesto sobre sociedades. Sin ánimo de entrar en demasiado detalle, estos métodos de atribución de beneficios se basaban en que los ingresos procedentes de la explotación de los derechos de propiedad industrial e intelectual de Apple en todos los mercados –excepto el estadounidense– se debían atribuir a AOE y ASI, aunque la fabricación y producción de los productos fueran llevados a cabo por otras sociedades.
Esto fue cuestionado por la Comisión cuando, un año después de cargar contra Luxemburgo y los Países Bajos, emitió su Decisión (UE) 2017/1283, de 30 de agosto de 2016, relativa a la ayuda estatal SA.38373 (2014/C) (ex 2014/NN) (ex 2014/CP) concedida por Irlanda a Apple. A través de esta Decisión, el Ejecutivo europeo defendió que este método de atribución de beneficios carecía de sentido económico y que, por tanto, falseaba la libre competencia dentro del mercado interior. Si las empresas que fabricaban y producían los productos bajo la marca Apple no formaran parte de su grupo empresarial, es decir, si fueran sociedades separadas e independientes, no habrían aceptado que todo el beneficio se atribuyera de la forma en que se permitía con los acuerdos fiscales, porque no les saldría rentable fabricar y producir los productos en cuestión.
A través de esta Decisión, la Comisión llegó a la conclusión de que se permitía que Apple declarara un beneficio alejado de una estimación fiable de un resultado basado en el mercado y acorde con el principio de plena competencia. En consecuencia, debía entenderse que los tax rulings conferían una «ventaja selectiva» –y, por ende, una ayuda ilegal de Estado– a Apple a efectos del artículo 107.1 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, puesto que le permitía reducir su deuda tributaria, mientras que las empresas que no forman parte del acuerdo habían de tributar de acuerdo con los beneficios que generaban en condiciones de mercado. Y que esta ayuda ilegal de Estado debía revertirse, a través de la imposición a Irlanda de la obligación de recuperar de la multinacional un total de 13.000 millones de euros más intereses, por los impuestos dejados de pagar entre 2003 y 2014.
Esta Decisión –al igual que ocurrió con sus primas hermanas de 2015– fue llevada ante el Tribunal General de la Unión Europea, y éste, por medio de su Sentencia de 15 de julio de 2020 (asuntos T-778/16 y T-892/16), la ha anulado, reconociéndole a Apple el derecho a recuperar esos 13.000 millones de euros más intereses que tuvo que ingresar a la hacienda irlandesa en 2016. No obstante, el Tribunal no quita del todo la razón a la Comisión, sino que incluso avala su investigación sobre los dos acuerdos fiscales entre la Administración tributaria irlandesa y Apple, pero considera que no ha conseguido acreditar, de forma suficiente, que los beneficios fiscales derivados de estos acuerdos confieren una ventaja competitiva selectiva a la multinacional.
Aunque la prudencia aconseja a Apple no ejercitar aún ese derecho a recuperar los ingresos tributarios –dado que la sentencia aún no es firme y cabe recurso de casación ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea–, el pronunciamiento del Tribunal General ha supuesto otro golpe a la estrategia seguida por la Comisión: primero, porque afecta a su frente abierto contra las ayudas ilegales de Estado, ya que se le va a exigir una mayor justificación de por qué el recurso a los tax rulings por parte de los gobiernos nacionales es pernicioso para la libre competencia en el mercado interior; y segundo, porque entorpece –de alguna forma– la búsqueda de la tributación justa en el seno de la Unión Europea.
El primero de estos motivos no tiene por qué verse como algo malo: nunca está de más exigir una mayor justificación de las acusaciones que se vierten, y si la Comisión considera que hay un acuerdo fiscal entre un Estado y una determinada empresa que puede estar perjudicando el libre intercambio de bienes y servicios –no sólo dentro de las fronteras nacionales de ese país, sino en todo el mercado europeo–, no encontrará demasiados obstáculos para explicar por qué. La justificación, al fin y al cabo, funciona como garantía de que no se invertirá el paradigma, y que no acabaremos en un escenario en el que la Comisión anule de forma sistemática toda actuación por parte de los Estados miembros, impidiendo el ejercicio de su soberanía tributaria bajo el paraguas de la consecución de una mayor transparencia fiscal. El segundo de los motivos, en cambio, sí que es –digamos– preocupante. No es ningún secreto que en la actual Unión Europea existen países que rozan la categoría de «paraíso fiscal» –aunque no se cumplen los requisitos técnicos para ser considerados como tal, siendo seguramente el más importante el de la elevada seguridad jurídica, su tributación puede distorsionar la libre competencia en el mercado único y puede resultar igual de perniciosa que la de un paraíso fiscal–, hasta el punto de que el Plan para la Comisión Europea 2019-2024 incluye su persecución. Y si el Tribunal General se dedica a poner –me voy a permitir la expresión vulgar– palos en las ruedas a esta acción, la consecución de una tributación más justa en la Europa del futuro será, cuanto menos, complicada.