La autodeterminación de género como único requisito para el cambio registral: consideraciones y problemas

Por Juan Antonio del Barco Delgado, Máster en Acceso a la Abogacía y Politólogo.

Recientemente se ha aprobado la Ley 4/2023, de 28 de febrero, para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI, conteniendo una de las medidas más polémicas que por parte del Ministerio de Igualdad se defiende como uno de los mayores avances en los derechos LGTB, consistente en eliminar cualquier requisito previo para obtener un cambio de sexo en el registro civil, prohibiendo expresamente el sometimiento del mismo a cualquier criterio o requisito médico, psicológico o estético de cualquier índole.

Así, el artículo 44 de dicha ley, en su apartado 3, explica que la rectificación registral “en ningún caso podrá estar condicionado a la previa exhibición de informe médico o psicológico relativo a la disconformidad con el sexo mencionado en la inscripción de nacimiento, ni a la previa modificación de la apariencia o función corporal de la persona a través de procedimientos médicos, quirúrgicos o de otra índole”, para, en el artículo 46, apartado 2, establecer que “la rectificación registral permitirá a la persona ejercer todos los derechos inherentes a su nueva condición”.

Este artículo ha sido muy vinculado a la cuestión del fraude de ley, por carecerse de una explicación satisfactoria que acote cuando estamos o no ante dicha situación. Y ello se debe a que la ley elimina cualquier requisito de ponderación para proceder al cambio registral del sexo, para bastar con la autodeterminación que la persona alegue y cumpliendo con los plazos temporales establecidos en la ley. Además, ahora se prohíbe expresamente que dicha voluntad pueda ser cotejada mediante informe psicológico o médico, o una posible valoración de la apariencia física o estética.

Evidentemente, no se habla en este caso de la posibilidad de que un hombre eluda la ley de violencia de género mediante un posterior cambio de sexo, pues en este caso el fraude de ley aparece perfectamente delimitado para las situaciones acaecidas con anterioridad al cambio registral (artículo 46, apartado 3 y 4), sino más bien a los posibles criterios que deban tenerse en cuenta para valorar un posible fraude de ley que pretenda hacerse con posterioridad, ahora no pudiéndose valorar para tal fin la llamada expresión de género mediante informe psicológico, médico o apariencia física, estética o de cualquier otra índole.

Esto, obviamente, es problemático. Imaginemos una violencia de género cometida con posterioridad al cambio registral por dos sujetos cuyo supuesto de hecho es idéntico, pero en la que en un caso la persona ha llevado a cabo y de algún modo un proceso de transformación con respecto a su expresión de género hacia el femenino, mientras que en el segundo caso la persona ha mantenido su expresión de género masculino, acorde con su sexo de nacimiento. Posiblemente, se esté más predispuestos psicológicamente a considerar como fraude de ley el segundo caso que el primero, y ello basándose en una ponderación de la expresión de género basada en determinados elementos que, sin embargo, se consideran expresamente prohibidos valorar, como puede ser la apariencia, la estética o la valoración psicológica, para obtener un cambio de sexo y los nuevos derechos inherentes al mismo.

Supone, por tanto, un ejercicio de valoración contraintuitiva que echa por tierra la ponderación de los hechos en base a los actos propios, esto es, la existencia de una correlación entre la pretensión del sujeto y un comportamiento consecuente con dicha realidad que permita a los demás con seguridad conocerla, lo que en este caso se materializa en el hecho de que una persona que afirma tener una identidad de género concreta mantenga de alguna forma una expresión de género asimilada a la misma, que permita a los demás verificar dicha realidad social.

Todo ello, además, acarrea como consecuencia que establecer una técnica jurídica que elimina cualquier diferenciación de sexos y sus significados biológicos y sociales abriéndolos en sí mismos a la totalidad de proyecciones que puedan darse en la realidad, aniquilando los arquetipos de hombre y mujer y sus expresiones de género, destruiría consigo las realidades que se sustentan en base a ellas: la propia transexualidad, en tanto que no puedo negar mi género asignado de nacimiento o apelar al otro si no existe una demarcación del significado social y/o biológico de ambos, las políticas feministas, en tanto que las mismas necesitan de un ámbito subjetivo de aplicación que defina con exactitud que es ser mujer, e incluso las políticas LGTB que pretenden normalizar y acabar con la discriminación de las diferentes orientaciones sexuales, en tanto que el atractivo físico y sexual sigue sustentado en los arquetipos definidos de hombre y mujer.

Entendámoslo, para que una política de violencia de género funcione es necesario delimitar el significado de hombre y mujer más allá de la simple autodeterminación de género. Para que una política de protección contra la discriminación hacia las diferentes orientaciones sexuales tenga sentido es necesario conocer qué significa ser homosexual, bisexual o heterosexual, cuestión que una vez más está estrechamente vinculada al significado de hombre y mujer. Y a nadie se le escapa que tanto la opresión hacia la mujer como la atracción sexual y física sigue vinculada no a la identidad de género autodeterminada por el sujeto, sino a la expresión de género asociada que naturalmente es la que las demás personas perciben y les permite categorizarlas en dicha diferenciación.

Por tanto, el punto de controversia no gira en torno a aquellas personas transexuales que, consecuentes con su identidad y pertenencia a un género determinado, adecuen de alguna forma su expresión de género con el nuevo sexo asignado, algo que no debe acarrear ningún problema. Se trata, más bien, de establecer legalmente como motivo único y por sí mismo suficiente la autodeterminación subjetiva alegada, cuando es evidente que la sociedad sigue diferenciando entre hombre y mujer por la vinculación del sujeto a una expresión de género, y asignando roles, opresiones, atractivos y presunciones en base a ellos. Y si la sociedad sigue teniendo como un instrumento de verificación para determinar si alguien es hombre o mujer cuestiones referentes a la expresión de género, es incoherente que la técnica jurídica y la legislación no sólo sean ajenas a ella, sino que además dichas cuestiones sean totalmente prohibidas de valorar para proceder a un cambio de sexo en el registro civil y gozar de todos los efectos jurídicos al nuevo sexo una vez obtenido.

Pero hablemos de las razones que alegan los defensores de que la autodeterminación subjetiva debe ser por sí mismo condición suficiente. Dos de los argumentos sobre los que se sustenta la nueva norma son, por un lado, que mantener dichos criterios es incompatible con despatologizar al colectivo trans y, por otro lado, que no es ético exigir a una persona que se identifica con un género distinto al suyo emprender un tratamiento de hormonación para consolidar el cambio registral.

Ambos argumentos, sin embargo, se sostienen sobre una falacia de falso dilema. El hecho de que se deba despatologizar el fenómeno trans y dejar de considerarlo una enfermedad no implica necesariamente optar como única solución posible la autodeterminación de género. Y ello porque, si bien exigir un informe médico puede considerarse asimilable al diagnóstico de una enfermedad, esto no es así con la posibilidad de un informe psicológico, pues teniendo en cuenta que sobre el colectivo trans pesa una gran serie de discriminaciones y perjuicios sociales, este informe vendría no a calificar de enfermedad la transexualidad, sino, y al contrario, a evaluar y acreditar el impacto emocional y psicológico que indudablemente ha tenido que padecer dicha persona por su condición.

“Evaluar mediante informe psicológico el impacto emocional y la afectación al libre desarrollo de la personalidad una condición como la transexualidad no hace presumir a esa persona de enferma, sino, y en su caso, a esa sociedad de intolerante”.

El segundo argumento, por último, también supone una falacia de falso dilema al establecer como únicas opciones posibles exigir bien un proceso de hormonación para que una persona pueda optar al cambio registral o bien simplemente basarse en la voluntad subjetiva del individuo prohibiendo cualquier otro requisito que haga verificable la realidad que se está alegando. Ciertamente, entre las dos opciones existe un elenco de posibilidades que podría haber hecho compatible la identidad de género que se alega, conditio sine qua non, con la existencia de algún hecho asimilable a la nueva expresión de género que hace cognoscible a cualquier persona media de la realidad que se está alegando. Por ejemplo, un numerus apertus, que si bien no exigiera ninguna prueba o informe por sí mismo preceptivo, mantuviera un criterio previo de ponderación y determinación que valorase las circunstancias personales y sociales de la persona que pretende obtener dicho cambio.

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